Es el año 1379, la Inquisición Pontificia —anterior a la auspiciada por los Reyes Católicos— está en pleno apogeo, y la peste se extiende de manera implacable. Todo comienza en Limoux, una pequeña localidad del sur de Francia, y desemboca en el interior de la abadía benedictina de San Miquel de Cuixà; y es ahí, precisamente, donde la ambientación y las formas evocan la novela que abonó el camino para este género: El nombre de la rosa, de Umberto Eco. Cuarenta años después de aquella publicación, La abadía de los herejes recupera el espíritu de ese periodo tenebroso donde la religión lo impregnaba todo, los papas disputaban el poder a los reyes, y el pueblo sufría la hambruna, la guerra y la peste.
Limoux, año 1379. Tras una enigmática reunión, la Inquisición condena a la familia de un humilde carpintero acusada de herejía en base a pruebas hábilmente manipuladas. Cuando Ejean, el hijo mayor, regresa a su pueblo natal tras su viaje a Toledo y Barcelona, tratará de encontrar a los suyos y descubrirá que sus hermanos fueron obligados a ingresar en calidad de oblatos en la abadía de Sant Miquel de Cuixà. Ejean se trasladará secretamente hasta esa abadía, y allí será testigo de las conspiraciones internas en pos de El legado del diablo, un libro en clave que profetiza el futuro hasta la llegada del fin del mundo.
La incesante búsqueda de sus hermanos le llevará, finalmente, a desvelar la siniestra identidad de quien se hace llamar el Siervo de Dios y la razón última de la intriga urdida para asesinar a sus padres.
